Oscuro es, como mancha de panda, mi corazón


jueves, 10 de julio de 2008

El ruido

El ruido
de los motores
esconde
palabras.

Circulan pájaros y coches, y hablan
sin lenguaje, con voz desarbolada,
que lucha por librarse
de su grisalla
y entregarse al silencio: al ser. Deduzco
también palabras de los árboles
mudos, que observan cómo el cielo
se cuartea, y se impregnan de su herrumbre. (Los árboles
me interrogan: escucho su quietud;
los árboles arañan el azul,
como labios en pie, como labios sin boca).
Después vienen los silbos
arcillosos, los bultos de la nada,
los algodones negros
con que la tarde
sofoca los sonidos: el morir
del rojo en los balcones,
el incurvarse de las cosas inalcanzablemente
reales,
la inflexión dolorosa
de lo que está desnudo y resplandece.
Y beso el brusco apagamiento
de todo, y todo
lo acojo como una urna
en la que el tiempo almacenara
sus ritmos espesísimos,
y floreciesen
otros dominios de cuanto es,
y se desintegraran.
Camino hasta el borde de las manos y allí,
asomado a su escueto precipicio,
contemplo el continente sin derrota, y pretendo
su levadura,
y constato que abundan las vulvas y los látigos,
los soles trepidantes y los soles que callan,
el mary la mortalidad.
Digo las cosas
para decirme a mí: para ser yo en ellas.
Y la página absorbe
la luz,
que fermenta en criaturas
contradictorias,
y me transforma en agua que busca desatarse
o en avenida
que anhela su remanso. Toco el miedo,
y el miedo dice: sus ácidos progresan
hacia la sombra,
porque en la sombra
radica la blancura. La muerte está en la punta
del lápiz,
pero también lo que la aplaca,
lo que arde en sus pilastras
y modifica sus facciones:
lo que queda después del poema. La muerte
guía a los dedos, los empuja
por los repechos blancos,
vadea la corriente de grafito;
y los dedos alcanzan el lugar
sin muerte, donde todo amaina,
y es cristalino,
y se encabrita, pero nada cambia;
donde la angustia abdica
del cuerpo,
soluble ya en la luz. Y en ese tránsito
veo el lenguaje,
y el lenguaje soy yo: la hojarasca que acuño,
los sueños
enardecidos, el gemir
de las antorchas,
la no
jerarquía, el adverso amor.
Sorbo té, mientras ladran
los perros. Pasan todavía
coches, que sobresaltan
la tarde, tapizada de una guata
lánguida, lenta
como la lava. Y en su tornasolado
carraspear, en las esquirlas de su música,
advierto algo íntimo, que no comprendo,
pero que me posee:
el rumor de lo puro y la impurezade mí,
las fasciculaciones
de una conciencia en cuyos pliegues
yacen la anulación y la esperanza.
Y escribo la palabra.

Poema XXI de Cuerpo sin mí

EDURADO MOGA (Barcelona en 1962).
Ha publicado los poemarios Ángel mortal (1994), La luz oída (Premio Adonáis, 1996), El barro en la mirada (1998), Unánime fuego (1999), El corazón, la nada (1999), La montaña hendida (2001), Las horas y los labios (2003) y Soliloquio para dos (2006). Ha traducido a Arthur Rimbaud, Ramon Llull, Frank O’Hara y Charles Bukowski, entre otros.

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